2/28/2009

Anochece 8

- Me voy de esta casa.



- ¿Si? ¿Puedo saber porqué?


- Porque no puedo estar aquí dentro ni un segundo más.


- Sabes cual es mi respuesta, y ya se me está acabando la paciencia contigo. Se que tengo que apoyarte, pero no puedo curarte si tu no quieres hacerlo.


Yo ya había vivido esa conversación alguna vez.


- No hay nada que curar. Estoy bien. Solo quiero irme a casa y que todo vuelva a ser normal.


- Nunca has sabido mentir. Supongo que porque no quieres hacerlo. No sabes ni engañarte a ti misma.


- Me odias.


- ¡Dios! ¿Porqué haces eso siempre? ¿Porqué lo vuelves todo en tu contra? ¿Porqué es el mundo el que tiene la culpa? Tu solo eres una pobre niña indefensa y necesitas compadecerte constantemente, ¿es eso lo que quieres?... ¿que me compadezca de ti?


Yo ya había vivido esa conversación alguna vez.


- No quiero volver a verte.


Y creo recordar que esas fueron las últimas palabras que dije también…


He escapado. Mis maletas ya estaban hechas delante de la puerta, y las llaves de la salida de la carretera estaban en el mueble de la entrada. Salí haciendo mucho ruido, como si estuviera enfadada. Sin embargo contenía las lágrimas tras mis ojos.


No es que no quiera curarme, es que no se como. No tengo ni idea de cómo salir de esto. No se que camino hay que tomar. No se, ni si existe tal camino. Pero, en principio, tomaré el de la carretera.


Una hora, en un coche desconocido, en silencio, junto a un extraño. Un momento un tanto incómodo para la mayoría, la paz momentánea para mi. Durante esa hora solo debía preocuparme de que la batería de mi reproductor de música no se terminara. Solo debía hacer eso, y mirar por la ventanilla como las rayas discontinuas de la carretera se unían, pasando a toda velocidad.


En esos momentos nunca estoy. Aunque, en realidad, tampoco lo esté ahora. Es como si te subes a un puente, de los que pasan por encima de la carretera. Todos los coches fluyen en armonía. Decisión – acción. Todo es automático, todos los engranajes funcionan a la perfección. Ves como todas esas vidas, de personas a las que nunca conocerás (aunque tampoco te interese), encajan. Tu los puedes ver a todos, como se mueven, como son, aunque solo sea durante un segundo. Pero ellos no te ven a ti.


Salgo del taxi y entro en la estación. Todos andan buscando su vía. Yo también. Yo los veo a todos, pero ellos no me ven. Tú si lo hacías. Yo me hacía visible ante tus ojos.


Hoy he conocido a alguien en el tren. Yo estaba sentada en uno de estos compartimentos, que se comparten con al menos otras quince personas. Doy gracias a los que dispusieron así el tren. Relacionarme con gente era justo lo que necesitaba. (Lee mucho sarcasmo entre las silabas de esas palabras).


Una chica se ha sentado a mi derecha. Una chica de pelo largo, cobrizo, de piel blanca y algunas pecas, con los ojos marrones y la nariz pequeñita y respingona. Llevaba los auriculares enchufados directamente a los tímpanos, igual que yo. Y leía una revista de Junio. Lo sé, porque yo la compré. Hablaba de la muerte de un cantante famoso, de conciertos, y cosas así. Era la definición perfecta de revista de música. Pero no es por eso por lo que la guardé.


En la página 52 había un relato que me llamó mucho la atención:


“ - Buenos días Pedro. Son las doce de la mañana, y hoy es el día de tu cumpleaños. Los setenta deben ser una edad magnífica. Mi madre decía que la edad que tenemos, solo demuestra todo el tiempo que hemos pasado aquí, y supongo que también la sabiduría que hemos adquirido.

Hoy tenemos que ir a casa de su sobrina Irene. No debería decírselo, pero creo que le han preparado una fiesta sorpresa.


Pedro se levantó de la cama con actitud dócil, y siguió a Cintia a lo largo de la casa mientras ella revoloteaba limpiando esto y aquello. Comió lo que le dieron, se vistió con la ropa que estaba tendida sobre la cama, y se preparó para ir a casa de Irene.


- ¡Felicidades tito Pedro! Llegaste a los setenta ¿eh?, pensé que no lo conseguirías.


Esa era Irene. Pedro sonrió levemente y se sentó en la mesa, mientras le cantaban, mientras comían, reían y bromeaban. Era una gran fiesta, sin duda. Todos se paraban a abrazarlo y a dirigirle unas palabras.


- Pedro, esta edad es de oro. Ya solo tendrás tiempo para cuidarte y hacer lo que quieras. ¡Quién pudiera!


Y así pasaron las horas, de aquel anochecer de primavera. ¿O quizás era de verano? Las estaciones pasaban tan rápidas para él...


- Bueno Pedro, creo que va siendo hora de que vayamos a su casa y lo acostemos. Es muy tarde, ¿no cree?


- Si, si, estoy de acuerdo. Oye, antes de que te vayas, quiero hacerte una pregunta. ¿ Quién es ese tal Pedro?”


Mi teoría dice que cuando un ser humano satura su memoria, seguramente de pensamientos negativos, esta reacciona borrando todo aquello que molesta. En ese caso, Pedro estaba saturado de sí mismo y desconectó.

Bueno, pero yo te hablaba de la chica que se subió a mi lado. Era realmente bonita, algo altiva, pero tenía un punto de dulzura. Pues, en algún momento, mientras yo miraba por la ventana, ella habló.


- ¿Es correcto olvidar? . – Dirigió hacia mí unas pupilas, algo dilatadas.


- ¿Olvidar qué?



- Ves, ya no lo recuerdas. El colgante.


- ¿De qué me hablas? . – No se si lo recuerdas, pero soy todo un imán para los locos.


- Hablo de este colgante.


Metió una de sus finas manos dentro de un bolso de cuero rojo oscuro, a juego con la chaqueta de vaquero rojo, y de dentro salió una cadena de plata, algo grande, con un colgante que no sabría describir.


- Has olvidado el colgante Jolene, me has decepcionado.


Acto seguido desperté. Esas son las consecuencias de pasar toda una noche en vela, esperando a un acosador imaginario. La chica estaba ahí sentada a mi lado, sin embargo no vi en su rostro rastro de un mínimo interés por lo que yo estuviera haciendo. Al menos, a ella no la imaginé.


Ese colgante lo había visto antes, Daemon me lo había guardado en el bolso el día que lo encontré en el árbol, pero yo ya lo había visto antes de eso. Recuerdo sostenerlo en mis manos, y resuenan en mi mente las palabras “No se lo que es, pero puede ser lo que tu quieras”. Creo que se lo regalé a alguien...


Dios, me duele la cabeza cada vez que tengo esos flashes, prefiero no pensar en ello, y dormir un rato. Ahora es lo único que tengo que hacer, es lo único que me hace falta.

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