9/21/2009

El Salón de Terciopelo

Conduje aquella noche fuera de los límites de la ciudad, en busca de la paz mental que tanto necesitaba un nuevo día gris otoñal. Las cosas que durante un largo tiempo durmieron, parecían despertar sin que yo pudiera aportarles la suficiente paz como para que volvieran a su perpetuo letargo. Las cosas nunca querían seguir los patrones que yo trazaba en mi mente, y como consecuencia, empujaban el primero de los bloques de construcción que componen mi cordura y los dejaban caer a todos como un maremoto que destroza ciudades a su paso. Ningún pensamiento lógico sigue vivo después de su caída, y yo siento que ni siquiera puedo hablar.

Ahí estaba la carretera, vacía y con aspecto desolador. Las luces eran lo bastante largas como para mostrar tres líneas discontinuas que formaban una sola con la velocidad (como en toda carretera ocurre) no tenía nada de especial, solo un pequeño tinte de nublada distorsión por haber cogido el coche ebrio. Es una sensación distinta, es un control descontrolado, es un sentimiento de paz y miedo, simplemente siento como si yo fuera un espectador encerrado dentro de un maniquí de piel y pelo largo. El hace, y yo pienso. Pero cuando hay alcohol de por medio, ninguno se responsabiliza de nada. El alcohol me trajo dentro de este problema supongo, y así quiero también salir de el, se pueda o no hacer.

Sigo en la carretera y no hay ningún coche que pase a mi lado. La noche solo podría ser más solitaria si la carretera fuera completamente tragada por la oscuridad que escupe señales de desvíos inesperados. Fue con uno de estos desvíos con lo que cambió la manera en la que mi noche se desarrollaría. El desvío llevaba a un puente con aspecto de antiguo, sobre un riachuelo que, probablemente en otra vida, fue río. Crucé el puente solo por el gusto de la aventura y por el terrible y catastrófico miedo de volver a mi casa y a mi vida llena de dudas y agujeros.

El “Salón de Terciopelo” tenía pinta de casa de citas destartalada y vieja. Era una mansión rosa provista de un patio interior desde el que asomaban ventanas tras el balcón rectangular. No sabría decir si sería mejor describirla como una casa señorial o como alguna que hubiera visto en una película de piratas. Parecía que una vez cruzases sus puertas encontrarías a señoras de 60 años recibiendo tu visita con una gran sonrisa llena de piel colgante y plegada. Me sacudí la imagen de la cabeza tan pronto como las señoras comenzaron a desvestirse en señal de agradecimiento ante mi acto desinteresado. No quería para nada ver eso y tener que superar otro trauma. Aunque los muros estuviesen tan ennegrecidos por las esquinas de la pared rosa que pareciesen calcinados, y las ventanas sostuvieran más polvo del que se puede acumular en un par de años, el cartel de neón todavía encendido y una música acorde totalmente a mi gusto, me invitaron a entrar y sentirme cómodo, fuera como fuese el local por dentro.

Sorprendentemente, al abrir las dos puertas oscilantes de cristal, encontré un lugar que podría haber sido sacado de mis sueños más profundos, no quizás por el aspecto, pero si por el ambiente y la sensación de calidez que me recibieron. La sala era grande y bastante oscura, mi música sonaba en una gramola de las que no pueden faltar en un antro de los que me gustan, y las chicas que se encontraban allí parecían deseosas de tener algún contacto conmigo. Por supuesto alcancé a parar la crecida y el consecuente desbordamiento de mi emoción al poder tener un momento de intimidad y cercanía con cualquiera de esas bellezas, recordando que todas ellas eran profesionales y mantenían una pose que incluía el interés.

Mi camino a la barra fue lento, he de decir que desde fuera hubiera pensado que el lugar sería más pequeño, tenía unos techos exageradamente altos, y de algunas columnas colgaban telas de dosel y terciopelo. ¡Ah si!, en cuanto entré comprendí de dónde venía el nombre del local; además de las telas que caían sin más razón que la mera decoración, los divanes y las camas/sofá estaban todos recubiertos de esa suave tela que invita al tacto a corretear al gusto. También las ropas de las chicas estaban forradas de suavidad, he de decir que me pareció algo totalmente sugerente, y más con el par de copas que me había tomado en la soledad de mi cuarto de estar. Sin embargo dentro de mí pujaba otra sensación que me impedía tocar a cualquier mujer en esos momentos, y menos a alguna que no fuese mas que a ofrecerme un cariño vacío de significado.

Mi honor y mi necesidad de sentir que todavía era capaz de mantener mis promesas, y que, más que eso, era capaz de mantenerlas por encima de mis impulsos, me hicieron entrar en aquel lugar en busca de paliar una necesidad física, aumentada a través de mi catalizador enemigo, y a la vez decidir que solo me sentaría en algún lugar y mantendría una charla con una psicóloga improvisada de media noche.

- Hola extraño ¿Quieres compartir esa soledad y esa copa conmigo?

Alcé la mirada y encontré ante mi una mujer de esas de las que dan miedo, alta y llena de curvas de las que quitan el hipo, y con unos ojos de los que parecen poder ver más allá de todo lo que quieres esconder. Esta sería la jueza que condenaría si todo lo que me rondaba la cabeza tenía razón de ser, o por el contrario estaría yo en lo cierto y simplemente mi debilidad me conducía sin que pudiera remediarlo al fin de todo lo lógico.

- Si, la verdad es que me gustaría. No vengo a tener nada más que una charla, pero si quieres puedo darte algo de dinero.


- Bueno, podría hacer como que rechazo tu dinero porque no creo que la sola compañía humana deba ser pagada, pero entonces creo que estaría siendo extremadamente hipócrita. ¿No crees?


- Si, lo comprendo totalmente. Aquí tienes. ¿Cómo te llamas?


- Me llamo Cintia, o al menos aquí me llaman así. Si no te importa, preferiría que no me dijeras tu nombre. Una cara con un nombre es mucho más difícil de olvidar.


- Está bien, no quiero que nos convirtamos en amigos, es más, lo único que quiero es compañía de gente que no me conozca.


- Y ¿puedo saber por qué es eso así?


- Claro, es simple. Cuando conoces a una persona, primero ves su físico y te aporta una sensación, después de un tiempo digamos que la conoces más o menos por dentro, y eso te aporta otra. Pongamos que te gusta como es en ambos aspectos, pues cuando pasa demasiado tiempo ya no puedes esconder nada de ti hacia todos esos que te conocen, sobre todo si eres una persona que no cree que deba esconder nada. Y una mañana te levantas y te das cuenta de que no quieres compartir ciertas cosas que compartes demasiado a menudo y te ves envuelto en una espiral de autocrítica, autocompasión, autocondescendencia, y una cosa lleva a la otra, y te ves a ti mismo nadando en el arrepentimiento. Y lo peor de todo es que no puedes contar esto a nadie porque eres una de esas personas que piensan que los sentimientos están bien allá donde se originan. En tu cabeza.


- Vaya, podría decir mucho sobre eso, pero algo me dice que solo necesitas soltarlo todo, y que quizás si contesto, mañana cuando te levantes con dolor de cabeza y el hígado tremendamente hinchado creas aún más en tus palabras y te retraigas. Deberías parar de beber.


- Si, lo se. Debería dejar de beber, pero estoy acostumbrado a hacerlo. Desde que era pequeño lo hacía todos los fines de semana, y ahora no se deshacerme del maldito alcohol.


- No me refería a para siempre, aunque después de lo que me has dicho puede que si debieras dejarlo durante un tiempo al menos. Decía ahora.


- No quiero dejar de beber ahora, todavía no tengo sueño, y tengo suficiente dinero para ahogarme en ron.


- Está bien. Te traeré otra copa entonces.

La noche siguió pasando mientras Ignacio observaba a las chicas y su continuo fluir en su intento por evitar la muerte por aburrimiento ya que esa noche la clientela parecía haber decidido hacer huelga y no aparecer ni para excusarse. Echó de menos sus cuadernos, su ordenador y su estudio durante un segundo de lucidez, en el que pensó que quizás debiera descargar su frustración más a menudo con la escritura y la creación que con la bebida, porque si a sus pocos años de vida pretendía solucionar las cosas atracando destilerías, no sería nada mucho mejor dentro de unos años. Un libro parecía ser un mejor producto que un cáncer.

Por supuesto llegó la hora también de acordarse de ella. Del corazón pútrido de su mezcla de tristeza y rechazo. Suya era la culpa de que el no consiguiera volver a tener un contacto despreocupado con una mujer, sin tener que sufrir las consecuencias de la vocecilla que no dejaba de sonar en su cabeza, y que se había acostumbrado a la ilusión de un cariño que no existiría. ¿Es esto estúpido? Si le preguntaras a Ignacio, te diría que si. Todo aquello que pensaba en referencia a ella le parecía ridículo porque los sentimientos que ella podría haber tenido una vez por el no existían ya.

Su mayor problema era deshacerse de la ilusión que durante un corto pero intenso tiempo le había llevado a plantearse millones de cambios en su vida, que le harían ser un hombre mejor, y que conseguiría gracias a ella. Dejaría de beber, porque ella no lo hacía. Dejaría de fumar (cosa que llegó a hacer), porque a ella no le gustaba. Cambiaría sus hábitos de animal nocturno, rellenando las horas de luz con otras actividades. Y pensó que ese camino era el que le correspondía y el que le llevaría a encontrar la paz mental. Pero nada de lo que le rodeaba cambió. Ella, siendo una chica que prefería vivir bajo sus propias normas y no creía en las actividades de la sociedad como estaba planteada, también conservaba muchos sentimientos nobles y para nada tan cambiantes como los de el. Era una persona estable y decidida a la que el dio de lado cuando ella decidió arriesgarse y apostarlo todo por el. La decepcionó, de la manera en la que solo las grandes emociones pueden, hirió su orgullo y traicionó su confianza, lo que hizo que entre los dos se agrandara el muro de protección que tenía construido.

Un tiempo después de que Ignacio decidiera que lo que pudiera pasar con ella no podía realmente existir por lo diferentes que eran y lo exageradamente separados que estaban sus mundos, comenzó a darse cuenta de que el hecho de haber vivido en un mundo y haberse acostumbrado a el, no era necesariamente una razón que le hiciera pertenecer allí. Y se preguntó si su mundo no podría cambiar con una pequeña ayuda. Ya que este mundo a veces se veía sacudido por arrebatos incontrolables y cosas que preferiría simplemente no ver o experimentar, pensó que quizás ella, a la que descubrió que echaba tremendamente de menos, lo podría guiar hacia las nuevas tierras.

Por supuesto una traición y una herida en el orgullo no se curan tan fácilmente como pueda parecer. El intentó poner su sonrisa más encantadora e interesarse (sin tener que fingir) en todo lo que ella le pudiese ofrecer, y ella simplemente tendió su mano hacia ese extraño al que había expulsado tiempo ha de su vida, manteniendo la distancia de seguridad. No bastó con aquellos días en los que le pareció que sus defensas se rompían. Siguió concentrada en su música e ignoró la confesión que el aprendiz de escritor le hizo, y decidió mirar a otro lado con la promesa de no cambiar la amistad que habían vuelto a engendrar.

Por supuesto, es más fácil fabricar promesas que cumplirlas, y la amistad que incitaba a caminar por el lado luminoso de las cosas al chico arrepentido, volvió al cementerio tan rápido como vino, viéndose solo a su zombie caminar alguna que otra noche llevando una conversación trivial entre sus manos.

Ahí estaba, con los pensamientos cada vez menos nítidos y con cadenas de palabras unidas por una leve coherencia, cada vez menos coherente, cuando se quedó completamente dormido. La realidad era que el chico, era una persona como otra cualquiera, y tenía el mismo miedo a lo que no sabía, el mismo que cualquiera pudiera tener, sumado a una enorme necesidad de vaciar su cabeza de pensamientos y acallar las voces de castigo y rechazo. La vida, o la sutil influencia que su “ella” había ejercido sobre el, le había llevado a apreciar todos y cada uno de sus gustos, y había hecho despertar en el, una admiración que en su momento pensaba que no merecía, simplemente porque era diferente a todos aquellos cánones que marcaban la vida que el había decidido vivir y en la cual deseaba destacar.

Le echaba la culpa a menudo a la maldita juventud, y a todas las dudas que conllevaba la misma. Y sentía miedo por si no fuera la juventud sino su propia forma de ser, la que fuera a mantener todas las dudas vivas durante el resto de su vida. Esperaba que esto no fuera más que una fase, mientras comprobaba que la promesa de fidelidad que había crecido sin que el quisiera dentro de su pecho le impedía sentirse incómodo con sus viejas costumbres, y estas incluían las desventuras de madrugada en camas ajenas. Pensar en ella le había hecho volver a todos aquellos sentimientos que tenía de niño, que más tarde había considerado absurdos, y que ahora atesoraba como la mejor de las direcciones que se deben tomar. El había tenido razón durante todo el tiempo, pero había preferido pararse a observar los caminos más oscuros y a abrazar los sentimientos más tristes. La juventud de nuevo, que había llamado a su puerta trayéndole los regalos equivocados, y el no había esperado a una segunda cesta, simplemente los había recibido en su casa y sus textos mientras separaba su vida exterior de la interior. Maldita era la separación entre una y otra, y la imposibilidad de terminar con los excesos que ya consideraba que debían terminar. Pensaba que ya tenía derecho oficial a ponerle nombre a sus sentimientos, sus pensamientos y tenía bastante poder como para agarrar el control entre sus manos y no dejarlo escapar.

Todo esto pensaba un día después de no haber vencido a la rutina y haber vuelto a beber hasta caer rendido en la cama, y lo pensaba también mientras analizaba sus errores. Y lo pensaba mientras juzgaba estúpidos todos sus pensamientos. Solo tenía ganas de parar durante un tiempo. De encontrar un lugar secreto donde pudiera estar solo, completamente solo y encontrarse tranquilo, con una sensación de calidez, y en paz de nuevo.

Despertó sin saber la hora ni el lugar en el que se encontraba, solo sabía que la habitación no era la suya y que había poca luz, o más bien ninguna. En la oscuridad escudriñó su mente en busca de un recuerdo de cómo había llegado hacia dónde, para darse cuenta de que simplemente no lo tenía, creía ver la imagen de un pasillo lleno de puertas y una cama con dosel, podía ser cierto, o podía ser su imaginación hiperactiva que había relacionado las telas que caían sobre la cama con una probable teoría de cómo había llegado allí. Lo que le consolaba era ver que estaba solo y no debía preocuparse de fabricar disculpas para quien pudiera haberse acostado con el o a su lado. Dentro de esa habitación, el tiempo parecía no tener importancia, y tampoco el sonido. No sabía si era muy tarde, o muy temprano, pero de cualquier forma, no parecía haber actividad a su alrededor. Era un rincón pacífico, y se planteó si podría alargar su estancia en el. Quizás pudiera alquilar una habitación en su hotel improvisado y vivir allí, aunque también se planteó cómo deshacerse de su morada de estudiante, y cómo mantenerse en un lugar que no estaba hecho para albergar visitantes durante más de una hora con una beca de estudios.

Algo le llamó la atención mientras daba vueltas en la cama procrastinando el momento en el que debiera levantarse (y buscar sus pantalones por cierto). Por fin sus sentidos se estaban también despertando, y le dijeron que en aquel lugar había una condensación de polvo mayor de la que correspondía. ¿Dónde demonios le habían metido? ¿Estaba a caso en el trastero de la casa de citas? Se levantó andando a tientas por la habitación y encontró un pomo redondo con relieves, lo giró y abrió la puerta, encontrando el pasillo que daba al patio, y un edificio completamente derruido, incluso más que como recordaba haberlo visto por la noche. Había mordiscos en las paredes, y agujeros, matas salvajes en el patio, y un coche abandonado y lleno de óxido. Fue hacia el salón y encontró las telas comidas por las polillas, y los divanes con un aspecto poco sugerente, la barra llena de polvo, y el suelo cubierto también por tiempo y abandono. Esa no era la casa a la que había llegado esa noche.

Subió al coche con el ceño fruncido y la incomprensión pintada en la mirada. Su sueño de haber encontrado un lugar donde esconderse había sido el más vívido que nunca había tenido. Supuso que en realidad cuando subió al coche estaba mucho más afectado por la bebida de lo que pensaba, y al vagar por los salones y los pasillos su mente había ido recogiendo detalles que más tarde compusieron el mejor de los sueños jamás descritos por nadie.

En su camino a casa, y todavía con la sensación de necesitar dormir todo otro día, decidió convertir esa casa en su particular nido de pensamiento, y su nuevo albergue para la creación. Sería el escondite que siempre había querido, aunque hubiera preferido conservar la suavidad a y a las insinuantes muchachas.