Nuestras
adicciones son tan fáciles de juzgar y tan difíciles de comprender.
Supongo que como todo aquello que no puede ser controlado mediante la
lógica. Vives con ello día sí, día también y, pese a que cada cosa
que pienses esté a favor de renegar de la fuente de la adicción, no
puedes evitar sentir ese deseo que urge, que se revuelve allá donde
ya no alcanzas a ver. Abandono porque se que lo que hago es malsano y
que me destruye, pero no lo noto, no lo veo, así que no me asusta y
continúo. Todos me miran con superioridad, algunos me compadecen y
alguien en concreto me mira ya desde hace tiempo con nostalgia, como
si mi fin hubiese llegado con mi confesión. El caso es que ellos no
lo entienden, en mi soledad solo ese es mi consuelo. Mi droga me
visita todas las noches, me despierta por las mañanas, se cuela por
las ventanas, por los resquicios de la puerta que nos separa. Noto su
olor, noto su atracción y empieza a llegarme el vibrar tan
característico de su presencia, dedo a dedo y de repente hay una
explosión en mi nuca y se me erizan todos los vellos en árbol,
desde allí hasta los pies. Me mira. ¿Quién la enseñó a mirar de
esa manera? Sus pestañas de mariposa se baten y disparan balas del
calibre nueve directas a mi corazón. Ya me vuelvo blando, ¿y qué?
Piden
sinceridad, quieren saber cómo y porqué, pero si les doy una
respuesta piensan sobre mí que soy un estereotipo, que soy un actor
interpretando a un romántico cualquiera. ¿Si?, no me importa.
¿Porqué habría de importarme? Nadie quiere saber la verdad, la
sinceridad es sucia, es un esputo en la magnánima realidad de
plástico que todos tienen. Rompe los telones de romanticismo y nos
deja desnudos, en el mal sentido, con todas nuestras imperfecciones a
la vista. Es asquerosa, nadie la quiere menos yo. Ella es sincera,
porque no esconde cuanto ansía que la persiga, que me deje maltratar
suavemente para que en el clímax, cuando el mundo desaparece yo solo
pueda oír su respiración y ella dirigir la melodía que marca la
mía.
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