3/26/2013

Redención



-          Si hay algo que he tenido bien claro desde que era muy pequeño es que somos quienes somos. Quiero decir que es imposible que nos convirtamos en otras personas –hablaba agitado, sentado en el borde de la cama sobre el edredón blanco de finos motivos azules. Al poner énfasis en sus palabras se le escapó un mechón rubio enmarañado. Ella asintió levemente sin apartar la mirada, a la espera de que continuara su discurso– Esa manía de buscar el boicot y la desesperación a base de envidiar o sabotearse es completamente dañina. Nos dejamos llevar en demasiadas ocasiones, fruncimos el ceño y nos metemos dentro de ese “mar de dudas” del que todos hablamos y a donde no podemos llevar realmente a nadie más. Yo lo hago, no soy más, no soy menos que nadie, y no soy nadie más. Tampoco quiero serlo, esa es la cuestión, ¿no? –buscaba el consenso en su mirada. Ella no pudo evitar dejar escapar una leve sonrisa en sus ojos, con las comisuras de los labios hacia abajo. Hacía poco que le conocía, pero se deleitaba en cada momento en el que podía ver en sus iris celestes esos pequeños reflejos de inocencia.
-          Claro, además es básicamente imposible.
-          Claro, claro. Siempre entendía que la convivencia con uno mismo es lo más real que tenemos y es en la que más hay que trabajar.
-          Tanto como real… Hay demasiadas cosas a las que agarrarse, demasiadas perspectivas de uno mismo según el cariz de las situaciones y demasiadas descripciones que te dan los otros.
-          Exacto, ahí es a donde quiero llegar. No nos entendemos, nos juzgamos, nos castigamos en todo momento bajo látigos de moral y absolutos. “No hagas”, si haces te juzgan y no quieres que te juzguen y te etiqueten, pero al fin y al cabo la existencia no designa la naturaleza, no sé si me entiendes. La etiqueta no es definición, obviamente.
-          Aunque así lo piense el gentío en general –ella le continuaba observando con serenidad tras las ondas de humo, la inclinación del sol hacía que solo la iluminara a medias en aquella habitación-salón, a falta de una descripción mejor.
-          Yo ya tuve mi etapa de castigo, de redención por los males que a mi parecer había causado. Me deje convencer de que me había convertido en una deformidad, era una pústula social al parecer, porque no entendía no poder dejarme llevar por lo que, a mi parecer, era completamente natural.
-          Pobre paria –esta vez le sonreía con malicia al ver que él, en ocasiones, no podía sostenerle la mirada y buscaba un punto indistinto entre los cuadros del pasillo–. Me resulta difícil de creer –la imagen que ofrecía no era la de un delincuente despiadado, pero sí tal vez la de un tímido vividor reformado.
-          Lo creas o no, hice daño, mucho –ésta vez fijaba sus pupilas en las de ella con firmeza. La sombra de acontecimientos pasados le oscureció el gesto y pasó de ser un niño a un soldado que aprendió a sepultar los sentimientos en algún lugar inalcanzable– y, por supuesto puede que me arrepienta o puede que no, ya no es para nada relevante. El caso es que en mi fuero interno entiendo que ya alcancé la redención. Ya puedo dejar de castigarme como he hecho siempre, y ¿sabes?, es muy curioso, pero literalmente siento como si mi corazón hubiera estado presionado antes, completamente atado, envasado y ahora está distendido, se expande y se expande. ¿Ves?, cuando no me dejaba ser no hubiera sido capaz de decirte estas cosas por miedo a que te rieras de mí, pero ya no me importa. Soy libre.
-          No creo que exista esa libertad de la que hablas, pero si es cierto te invito a que me la enseñes. Además me dijiste que en sueños sigues corriendo. Tienes miedo y huyes –no quería llevar la contraria del todo, le invitaba a que la convenciera. Le intrigaba cómo éste Óliver que en un principio le pareció simplista y dejado se convertía poco a poco en todo un entresijo de teoremas y filosofías.
-          Lo dices como si eso fuera raro. Tienes que dejar de pensar en absolutos. Nos pasamos toda la vida huyendo y peleando miedos. No es que yo no los tenga, pero he aprendido a mirarlos desde lejos. Antes siempre, de alguna manera, el miedo era culpa, siempre era culpa, pero llegó un punto en el que no pude aguantar más tanta puñalada hacia mí mismo y me deshice de aquella sensación. Los dejé vagar a mi alrededor prohibiendo que me tocaran –durante un momento se hizo un completo silencio en la habitación. Los acordes livianos de guitarra que salían del ordenador portátil sonaban distantes, la atmósfera era densa, se mezclaban el incienso de frutas, el tabaco y la cerveza. En la ausencia de palabras se leía una intensa conexión que se sabía adictiva, esa tensión vibrante que debía perder su equilibrio y hacerse pedazos en el suelo en un gran estruendo. 

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